Jascha Heifetz (1901-1987) salía al escenario; con el rostro inexpresivo, emanando fuerza y dignidad y esa sensación de autoridad que le era tan propia. Para el público era una experiencia emocionante. Heifetz era único y todos lo sabían.
Lo había sido desde niño y su maestro, Leopold Auer, hablaba de él con asombro. Talentos como el del joven Heifetz, o el joven Hofmann entre los pianistas, no pueden ser explicados racionalmente.
El violinista Benno Rabinof contaba una anécdota del debut de Heifetz en Berlín.
Pocos días después del concierto, el crítico y musicólogo Arthur Abell invitó a todos los violinistas importantes que había en la ciudad y al niño de 11 años a una comida.
Después de comer, el niño tocó Mendelssohn.
Pero descubrió que había olvidado la partitura para el acompañante.
Un distinguido caballero de monóculo se puso de pie. “¿Me permite el honor de acompañarlo?” El caballero era Kreisler, que tocaba el piano casi tan bien como el violín.
Cuando Heifetz concluyó, Kreisler se puso de pie, miró a los invitados, y dijo: “Y bien señores, ahora todos podemos romper nuestros violines”.
Nacido a comienzos del siglo XX, Heifetz inevitablemente reflejaba el estilo interpretativo del siglo XIX.
Su enfoque instrumental e intelectual se inclinaba hacia el Romanticismo.
Como casi todos los músicos de su generación se interesó por la obra de Beethoven y compositores posteriores, si bien ejecutó a menudo obras de Mozart y Bach.
Su interpretación de esos clásicos desconcertó a la generación posterior a la Segunda Guerra Mundial.
Opinaban que Heifetz estaba más identificado con el instrumento que con la música. Consideraban que su manera de interpretar la Chacona de Bach o un concierto de Mozart era representativa del estilo antiguo erróneo, que hacía alarde de un brillo superficial, una elegancia insustancial y una falta de identificación con el estilo.
Sin embargo, Heifetz era el más sereno, contenido y el más noble de los violinistas románticos.
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